21.1.11

(Caminantes) i

(Cuentos Autónomos Mínimamente Inventados Nunca Antes Narrados Tremendamente Experimentados Socialmente)


Estaba parada en la barrera del tren, esperando a que pasara. Pasaron 2, 3, 4 hombres apurados, con desesperación aparente por llegar al otro lado. Yo, quieta, los miraba pasar mientras pensaba qué rápido que una vida se puede ir y qué tan poco hay que hacer para impedirlo. El tren no apareció. Llego una señora cantando con sus dos hijas. Se detuvo sonriente y después de un segundo siguió como si la barrera baja significase poca cosa. Los miré desde lejos, pensando que ahí viene el tren, que no venga el tren, que no vino el tren… y por fin se levantó la barrera y crucé con cierta inseguridad… pensar que ahí mismo, segundos antes, pasaba un gigante de hierro… Apuré el paso.
En una calle desolada, como es Acha, que no pasa ni media alma partida, había tres caminantes. Era cómico ver cómo caminaban, uno atrás del otro, sin cruzar ni una palabra, una mirada. Lo común en esos casos era que, al rato del encuentro poco trascendente, se fueran separando, de a poco, en una esquina, una puerta… pero no; siguieron juntos. Al principio lideraba la marcha una joven que, a paso acelerado, iba esquivando ramas, baldosas flojas y todo lo que podría haber en su camino. Pero, de a poco, se fue quedando atrás, pensativa. Los dos señores formaban parte de una pelea muda en ver quién llegaba antes al final de la cuadra.
En medio de esta caminata contra tiempo, y ahondándose cada vez más en sus conflictos internos, ella sonríe. Pero, entendamos esto: era lo que puede llamarse una sonrisa desesperada, cínica. Pensar en cosas de cosas en medio de tanto silencio la había hecho recordar y no podía evitar la tristeza. No quería llorar… por eso había sonreído. Pero, como siempre pasa cuando alguien desea con todas sus fuerzas no hacer algo, lloró. Y aunque no se le escapó ni un sonido -porque su llanto no era de palabras sino de corazón herido y el corazón a veces calla- los dos caminantes lo sintieron. Y ese sentimiento quedó atrapado, porque el dolor crecía y ninguna de las dos almas que la acompañaban le quiso prestar atención. Yo tampoco. Por eso la miro desde afuera. No me quiero acercar. Porque me da miedo. O, quizá, como a ellos, tal vez no me importe. Ella se entristeció más, se sentía chiquita, imperceptible… y avanzó con tal coraje que pasó a ambos y caminó sola, a paso apresurado, por un Buenos Aires inhóspito y lejano a ella.

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